viernes, 25 de enero de 2008

Edith Stein


La noticia publicada en zenit.org ayer día 24, diciendo que los más de 25.000 manuscritos de Edith Stein se están deteriorando y que su existencia peligra, me da pie para recordar a una mujer grande del s.XX. Dichos documentos autógrafos se conservan gracias al empeño de sus hermanas de fe, que cargaron con ellos dentro de sacos de patatas, escondiéndolos en un gallinero durante la II Guerra Mundial.
Edith Stein nació en Wroclaw (Polonia), el 12 de octubre de 1891. Su padre era un comerciante judío que murió dos años después. Edith escribió de sí misma que de niña era muy sensible, dinámica, nerviosa e irascible, pero que a los siete años ya empezó en ella a madurar un temperamento reflexivo. En 1913 ingresó en la universidad de Gottingen y se dedicó al estudio de la filosofía. Aquello era su vida: sus libros, sus compañeros, y, sobre todo, su profesor, el famoso filósofo Husserl. Hay que saber que, al terminar sus estudios, su condición de mujer le impidió tener una cátedra universitaria. Se da la circunstancia de que durante aquellos años llega a un ateísmo casi total. Durante la I Guerra Mundial trabaja como enfermera en un enorme hospital de guerra. Ella misma lo explica: "ahora mi vida no me pertenece. Todas mis energías están al servicio del gran acontecimiento. Cuando termine la Guerra, si es que vivo todavía, podré pensar de nuevo en mis asuntos personales. Si los que están en las trincheras tienen que sufrir calamidades, ¿por qué he de ser yo una privilegiada?"
La filosofía le lleva a un profundo conocimiento de la Iglesia Católica y con 31 años se bautiza con el nombre de Teresa Edwin. A los 42 años viste el hábito carmelita en el convento que tienen las carmelitas en Colonia, circunstancia que provoca que su familia rompa con ella. En 1938 emite sus votos perpetuos. Su inserción en el Cuerpo Místico de Cristo como católica, lejos de robarle su identidad como judía, más bien le da cumplimiento y un sentido más profundo. Al ser católica se siente más cudía; encuentra en Jesucristo el sentido de toda su fe y vida como judía. Este doble aspecto, crea en Edith un corazón auténticamente reconciliador entre las dos religiones. Siempre tuvo en la cabeza la unidad entre la fe judía y la fe cristiana. Antes de ser carmelita empieza a trabajar como maestra en la escuela de formación de maestras de las dominicas de Santa Magdalena. Además de sus clases, escribe, traduce, e imparte conferencias. Durante estos años realizó, además de otros trabajos menores, dos obras voluminosas: La traducción al alemán de las cartas y diarios del Cardenal Newman, y la traducción, en dos tomos, de las Cuestiones sobre la verdad de Santo Tomás de Aquino. Este se convertirá en base fundamental para sus obras filosóficas, escritas luego en el Carmelo.
Al final de la década de los 30 concluyó Ser Finito y Eterno. En esta obra, Edith trata las preguntas más existenciales del hombre; reconoce la sed infinita que posee el hombre de conocer la verdad y de experimentar su fruto, entendido desde la realidad de lo eterno y lo trascendental. Y así busca unir las dos fuentes que conducen al hombre al conocimiento de si mismo y de la verdad: la fe y la filosofía.
En este tiempo Hitler ya manda en Alemania. Ella, como antigua judía, presagia la suerte que le espera. En 1941, escribe su última y más ilustre obra: La Ciencia de la Cruz. Hecha por obediencia a sus superiores. Más que una obra intelectual, es el fruto de su propio camino interior de inmolación y victimazgo en imitación al Cordero Inmolado, a Jesucristo. Ella sabía perfectamente que iba a morir víctima de la guerra y escribe este libro como impresionante documento del apostolado del sufrimiento. Sus hermanas quieren salvarla e intentan que huya a Holanda, pero en agosto de 1942 unos miembros de las SS se presentan en el convento y apresan a Sor Benedicta, nombre religioso de Edith y a su hermana Rosa. Ese mismo agosto Edith Stein, conocida como Teresa Benedicta de la Cruz, moría en Auschwitz. Un superviviente recuerda: “Había una monja que me llamó inmediatamente la atención y a la que jamás he podido olvidar, a pesar de los muchos episodios repugnantes de los que fui testigo allí. Aquella mujer, con una sonrisa que no era una simple máscara, iluminaba y daba calor. Yo tuve la certeza de que me hallaba ante una persona verdaderamente grande. En una conversación dijo ella: “El mundo está hecho de contradicciones; en último término nada quedará de estas contradicciones. Sólo el gran amor permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”

Juan Pablo II la canonizaba el 11 de octubre de 1998.

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